Estaba entre los truenos, la lluvia, entre la música y el dolor. La tristeza clavada en el alma. Cada tanto sin lágrimas; fortuitamente con sonrisas. Con entereza y ganas. Pero esas eran excepciones, porque los días ordinarios pasaban en un estado de evasión, de vuelta de cabeza, de ignorancia hacia todo, porque todo dolía aunque fuese nada, y la nada estaba enteramente llena de vacíos.
Así pasaba las horas, con la cara seria, leyendo sin ganas, mirando perdida y caminando como un fantasma. Eran secuencias; la buscada monotonía de la vida triste, porque cada cosa brillante, sobresaliente o poco ordinaria era un atentado a ese equilibrio pusilánime. Un dolor insoportable de días, de pérdida de sentido, de espejos, miradas, lágrimas, y de seguir no por querer seguir, sino por tener que seguir. Porque sí. Era externo, no sabía por qué tenía que. Sabía que tenía que, y eso era de sobra un motivo, asqueroso y resbaladizo.
Sentía el dolor chorreante en el techo y las ventanas, sumida en su tranquilidad habitual, en su espera de vaya a saber qué cosa, persona o suceso revolucionario. Mirando el aire, conversándose a sí misma o a quien fuese quien le respondía mentalmente sus planteamientos. Se despertaba de sus reflexiones cada tanto y escuchaba la música que flotaba entre los contrasentidos y la lluvia.
¿Dónde voy?, ¿dónde estoy?. ¿Quién soy yo?, ¿qué hora es?, ¿dónde estaré?. Pero las últimas dos preguntas eran improcedentes. Apartándose de la canción: ¿Dónde voy?, ¿dónde estoy? Por qué aquí y no allá.
Eso se preguntaba siempre: por qué no. Era su comodín. Solía usarlo cuando preguntaba a la gente “¿Estás feliz?”, a lo que todos, dramáticos y sin excepción respondían lánguidamente “¿Por qué?”, tejiendo y atrapándose en su propia red de desidia. Y allí los tenía “¿Por qué no?”. A lo que seguía alguna risa retórica, en el mejor de los casos, o un silencio lóbrego. Risa, seriedad. Por qué sí y por qué no. Cuestionario guía.